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28.11.13

Correr es otro de mis pasatiempos. Lo hago desde la secundaria, cuando no significaba castigo alguno del profesor de deportes en turno. Recuerdo que en la prepa, me fui a segunda vuelta de Educación Física por no usar el canijo short. El examen consistió en correr 45 minutos. Para mí, que en ese entonces corría cada sábado con mi papá alrededor de una hora, no fue ningún problema. Me entrenaba en el Naucalli, en el camellón de Arboledas, en las canchas de Balcones, en el patio de la escuela o en la caminadora de mis papás. 

Mi primera carrera de 10 km, fue en Reforma, junto con mi papá y mi entonces novio y ahora esposo. La disfruté como nada en el mundo: los gritos de la gente, el jadeo de los pares, la música de los patrocinadores, el golpear de los tenis en el suelo: una marcha casi silenciosa hacia la meta. Es toda una fiesta, una experiencia que toda persona debería tener por lo menos una vez en la vida. 

¿Anécdotas? Muchas. ¿La más chistosa? Cuando me inscribí en la terna de 10 km de una famosa marca de cosméticos en el 2009, si mi memoria no me falla, y alentada por mi nutrióloga, desayuné un sandwich, un plátano y un café. Mi meta era el primer Sanirent a la vista o, en su defecto y el mejor de los casos, el baño de mi casa. ¡Craso error! #nolohagas

Tengo muy buenos recuerdos de las varias carreras que he completado: en una reciente titulada Rock & Run, mi inspiración era huir de un señor del cual no lograba separarme porque traía una pequeña bocina a todo volumen con música de Earth, Wind & Fire. No, gracias.

En general, no soporto correr con música. Me gusta escuchar mi respiración, concentrarme en mi ritmo, escuchar mi corazón. Literal. Espero algún día correr con mis hijos y mi hermoso compañero de vida. Qué sean partícipes de cómo suelo llegar a la meta llorando pero feliz de ver el camino que dejé atrás.
 
¡Si nos vemos, así nos saludamos! Visita asdeporte.com

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