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27.12.13

Querida DiDi

A Eileen la conocí en el Museo de Antropología, en el año 2004 durante mi Servicio Social de la carrera. No puedo afirmar haber tratado mucho con ella, pero bastó para contarla entre las personas que más han marcado mi vida, invitarla a nuestra boda y viajar desde Querétaro para presentarle a mi hija.

Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y fungía como editora, quasi-curadora, revisora de textos y asistente del jefe del Departamento de Informática (Víctor, en aquel entonces). 

Era súper fan de Hello Kitty, de quien poseía todo tipo de objetos curiosos. Su aspecto era una mezcla bien hecha de punk, dark, goth y burlesque. Aspirante a vedette. Tatuajes en la espalda, en el brazo y tál vez alguno en la pierna; fotografía para la famosa revista Tattoo. Cabello pintado de azul, morado, rosa, verde. You name it! Maquillaje exagerado, pero favorecedor. ¡Vamos! Toda ella era un personaje, de esos que encuentras contadas veces en la vida. Gustaba de leer, hacer manualidades y escribir en su blog. Su más grande pasión: la música. Le encantaba Morrissey, Talking Heads, The Clash, Pixies y Joy Division.

Foto que tomé prestada de su perfil de Facebook. Hermosa Eileen
Recuerdo que el primer día, se presentó tal cual ella era: amable, graciosa, divertida. Transparente era su segundo nombre. Me explicó mi tarea: traducir todos los textos que conformaban la página. Parecía titánico. "No te preocupes, yo no soy exigente. Puedes hacerlo en tu casa. Si necesitas hacer tareas o trabajo, siéntete en la libertad. Yo te firmo sin broncas. Es más, si no quieres hacer nada, no lo hagas". No era barco, era cool en su infinito estado de no-pasa-nada. Yo en mi eterno sentido de responsabilidad, cumplí con mi misión en honor a la gran autoridad que su hermosa persona ejercía en mí.

El día de nuestra despedida del servicio, nos invitó a Rosa (otra pasante de idiomas) y a mí (pasante de traducción) a comer en una fonda de Polanco. Se vistió de gala. Llegó ataviada con una enorme peluca de rastas azules con hilos verdes, un vestido azul estilo kimono, unas altísimas plataformas negras con adornos metálicos y un pequeño y delicado bolso para no desentonar. No, no se disfrazó. Era ella en toda su amplitud y altitud. 

Daba a manos llenas. El día de mi cumpleaños, me regaló una bonita pulsera en tonos azules que ella misma hizo y que aún conservo con mucho cariño. He perdido memoria de cuántas cosas he regalado, donado o tirado en arranques de desapego, pero la pulsera ha sobrevivido y lo seguirá haciendo. Igual te invitaba de su comida, como un refresco, papas, cacahuates. No tenía mucho dinero (sus estados de cuenta lo delataban) pero sacaba el mayor provecho de sus recursos.

Era amigovia de Marco, un técnico treintón con un hijo, fruto de su anterior pareja. Se notaba a leguas que estimaba mucho a Eileen, se reía a carcajadas de lo que decía y la hacía reír hasta el cansancio. Se sentaban a comer juntos, platicaban y, luego de una hora, volvían a sus habituales labores en la reducida, subterránea y un tanto olvidada oficina de Informática. Ahí se gestaban las grandes ideas para la página, las cédulas de las exposiciones y los materiales impresos de la institución.

Vivía cerca de Ecatepec. Casi todos los días llegaba tarde al museo, no sin antes llamarle a Marco, Rafa, Paco, Omar o Mariano para que checaran por ella. ¿La causa? Mucho tráfico vehicular y las diarias peripecias del metro. Era clienta predilecta de los cacos de Metro La Raza, quienes tenían por manda asaltarla por lo menos una vez al mes en el famoso y temible puente que ella atravesaba a toda prisa y echando mano de toda estrategia de escape. Optó por cambiar su DiscMan por un radio barato con audífonos de 10 pesos.

Llegaba con su mochila y su lunchera, de donde sacaba 3 ó 4 "tuppers" con toda clase de deliciosa comida de su mamá o su abuelita. Su platillo favorito: tacos al pastor. Yo llegaba justo antes de las dos, después de salir de la escuela, para acompañar a mi jefa inmediata (la susodicha, obvio) y al resto de mis compañeros. Si algún día olvidaba llevar comida, ella siempre se mostraba dispuesta a compartir la suya. Yo no solía aceptar por pena, he de confesar. La veía tan delgadita y sabía que disfrutaba enormemente aquello que su mami le había elaborado con tanto esmero. En su lugar, me compraba algo en la cafetería o procupaba llegar previamente alimentada con algún guisado de la Juárez.

Amaba a su familia. La comida era un festín en el que Eileen tomaba la palabra para contarnos anécdotas de su abuelita, su perro, su amada mamá y su hermano menor, a quien admiraba mucho. Todos escuchábamos atentamente. No había manera de no evadirla: era una gran contadora de historias con su humor ácido y su facilidad de palabra.

Sus ahorros y quincena se le iban en pagar tarjetas de crédito, festivales Coachella y similares, discos, libros y contribuciones familiares. Quería que la "basificaran" para poder recibir más prestaciones sociales. Al igual que Blanquita, empleada del Museo y víctima del cáncer, no pudo ver su sueño hecho realidad. 

El 2 de diciembre de 2011, falleció intoxicada por una fuga de gas LP junto con una de sus amigas. La noticia me cayó como bomba. Confieso que a dos años, no he podido superar su pérdida. Me incluyo entre los dolidos que aún la extrañan. Ayer busqué su nombre en Google y para mi sorpresa, en octubre pasado el INAH montó una ofrenda en honor suyo y de Blanquita.

Cuando pienso en ella, sé lo que busco en una amistad y lamento enfrascarme de vez en cuando en relaciones tóxicas. Eileen resume todo lo que aspiré a ser en la asolescencia: estudiante de letras, asidua usuaria de tintes de colores estrafalarios, turista musical, empleada de un instituto cultural, romántica estilista, escritora en ciernes, amiga de artistas. Nuncaloseré.

Sigue descansando en paz, querida y entrañable Diana Eileen Soria Peña.

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